Por Eduardo Paredes Ocampo
I. Alrededor
El rumbo ocioso
de tu sombra,
lo que todavía en los contornos del pecado
nos da alrededor
—el patio de juego
para las siluetas que se desconocen.
En medio: las formas.
La carne que, quieta,
se acostumbra a ser entornada.
Quien la tilda de trémula se equivoca:
duerme
y es un revoloteo
un tanto ajeno a nosotros
el que encuentra las heridas
que más placer nos causa abrir:
las horas doradas
que, entre trinos y Godínez que despiertan,
con cuántas no compartí,
las oscuridades
que ni el fuego encandilado a los diez y seis
y avivado a los veintiuno
alcanza a estorbar.
Resurrección de los límites.
¿Es sentir donde acabamos y el otro empieza
por lo que se entretienen
los niños en las camas de los padres?
¿O es ese extra
que empuja más allá de los senderos del hueso
y nos tiene horas entretenidos
haciendo formas de animales con una lámpara y las manos
en paredes de cuartos prohibidos?
Sea lo segundo para nosotros.
Porque certezas ni los rasguños nos dan
—ni qué decir de los besos
y las otras formas permanentes de la devoción.
Sea lo segundo para nosotros:
los senderos que llevan a quererse
Y nos acarician minuciosamente
el cansancio.
II. Las cosas queridas
Hacia la sombra
despierto sus trinos de colores,
la parvada
a aturdirme el ver
se empeña.
Hacia la sombra
pienso en la ceguera que sería
de quemárseme con sol los ojos
y hacerse para siempre este aleteo de pájaros enjaulados.
Sólo de la brevedad del ayer
recoger siluetas
e irlas repartiendo
entre quienes mañana cruce.
Regalarle, sin desearlo al cien, calcas de los míos
a cada rostro a venir:
son las queridas
las cosas que más duele dar.
¿Le hace justicia la voz de la anciana
del último vagón del metro
a mi madre
o la del siguiente vendedor
a mi pobre padre?
Abro la rejilla
por donde se alimenta
a tanta centella día a día
y escapan a bañarse,
como golondrinas, de luz y alrededor.
Abro la rejilla
pero sé que el camino hacia la sombra
sólo se dilata:
prisionero de mis propias pestañas,
mañana entregaré
hasta las facciones
que, como pajaritos pintos,
como guacamayas campechanas,
se atesoran tanto.
III. La perra
A las siete de la tarde,
caminando en una calle de Tepoztlán que corre de oeste a este,
en quién seré
me encuentro con quien he sido:
como una perra sacada sin correa,
mi sombra se me adelanta.
En cada farola, que se va prendiendo,
regresa a lamerme la mano.
Luego, otra vez corre
al poste siguiente, a olerlo
y a orinarlo.
Una pareja de turistas ebrios
caminan abrazados hacia mí.
En medio, se encuentran con la perra,
la acarician.
En sus ojos vidriosos veo
cómo quisieran tenerla de noche,
acostarla a sus pies
para calentar lo que el mezcal y los cinco años de noviazgo no han podido.
Para su dueño
tienen un sofá en la sala.
La perra recibe las caricias
con un agradecimiento de huérfana.
Quisiera probar comida que, muy de mañana,
le darán para que se largue,
mientras yo, en una esquina,
sorbo un café frío.
Dejo que entre ellos se entiendan:
a tal punto, impostergables veo los apetitos.
Pero tiene caducidad
su ser sólo de acecho.
En la mañana, por la misma calle,
mi perra caminará avergonzada
trás de mí.
Eduardo Paredes Ocampo (México D.F., 1989), escribe ensayo y poesía. Actualmente estudia un doctorado en la Universidad de Oxford.
Facebook: Eduardo Paredes Ocampo