Por David Cacho
Huele a hierba en tu vientre,
tu cuerpo se despide entre el paisaje,
el licor baja la atmósfera
a mis pies doblados,
tu vida sabe a anonimato
y en mis encías me queda la basura
de sangre y tierra consumidas.
¿A qué le debo la muerte continua?
En mi pecho surge la sangre metálica
como un eslabón de luz
que la luna extravió.
Mi rostro vive en el rostro de las espinas
y la muerte fluye, gutural,
cantando en los abismos.
En la sangre de la noche
otros corazones son los que me buscan,
si rio, si gorjeo o lloro
es la misma podredumbre
la que recubre mis entrañas,
mi alma y la tierra
se sostienen poco a poco
como las últimas hojas del cerezo.
Mi sed se ablanda como mi piel
cuando se pierde mi camino
sobre la oscuridad de las lechuzas,
me quema la tensa neblina
que desprende un pecho olvidado,
las flores se marchitan
como un túnel por el que te miro,
creces de repente,
saltas en la cama,
tu cuerpo se anuda a las raíces
y el mundo tiembla.
¿Por qué llegaste en el estío,
cuando los mares se estacaron
y los ríos volvieron a su cumbre
de aguas venenosas?
Papeles en la arena,
inciensos que no ha robado el viento,
galpones de orina,
colillas que en tu boca no desembocaron,
quedó mi antiguo retrato
de bestias derrotadas
por un trémulo viaje desconocido.
Me hundí en los adagios
que tu boca pronunció,
conociste gente y yo jugué con ninfas,
amaste cuando mi tiempo se extinguía
y tus alas empañaron mi alma
como un reloj que cubriera cada hueco.
Las rocas rodaron en los cielos,
las paredes abrieron su cofre
cuando mi silencio quiso volver
a tu diáfana figura,
a tu clara juventud
por donde respiras
y respiran los que te aman.
Migró esa sensación de vida,
cuando en tus ojos cayeron dolor,
lágrimas invisibles
y dijes de un cuello inhóspito,
cambió el clima
y los solsticios murieron en mi canto.
Las anchas mareas del dolor
abrieron su camino como una enredadera,
me perdí tarde en tus llanuras
y nadie fraguó mi frío ni mi herida,
los golpes de Cristo volvieron
a negar la eucaristía
y negruras intensas gobernaron
los alrededores.
No sirvieron mis palabras,
no gané tus manos,
no olí tus cabellos,
no amé tu claridad,
el día me oscureció por completo.
Las piedras cantan
desde tu lecho de ausencia,
las aguas han vuelto a su reposo,
cariño, —si puedo llamarte así —
la llovizna borró mi ciega fe.
Caminé oteros y selvas
en las que resurgías con furia,
rojo de sangre mi cuerpo quedó,
cubierto de guerras y ánimas
te fuiste colando en mi memoria.
Me tomó por sorpresa la noche
y fui el transeúnte de páramos,
lloré en sueños eternos
donde la mar me esperaba
para devorarme en el vacío.
La sangre de las espinas
es la sangre de estas máscaras,
tus huellas me duelen
como pistilos de flores calladas,
los pájaros recorren las tumbas
y se escucha su voz
como un clavicordio.
Me estiré a lo largo del césped
y las abejas volvieron,
las agujas me tomaron,
los rescoldos en los que vivía
se templaron en mis huesos,
las calles se apartaron
y volví a gritar sin el amparo de nadie.
No sé dónde quedaron mis amigos,
los que se fueron volvieron este día
a calmar mis emociones,
el terror anidó en las coyunturas,
el ritmo de la música
reverdeció en agudos infinitos,
la sensatez dejó mi altura,
la poesía volvió a los laberintos
donde canté en los amaneceres.
Ya casi te recuerdo,
los colores del río celestial
cambiaron su vertiente,
mis vértebras cedieron la desolación,
canté desde mis despliegues de agonía,
he padecido la fiebre
de los desaparecidos en su cuerpo,
cruzo este valle como una silueta escurridiza,
los muertos cruzan el valle
y a mi cabeza retorna
el peso del delirio.
*Texto extraído de Caminar el horizonte, el más reciente poemario del autor.
David Cacho (2000). Estudia el bachillerato, escribe poesía y cuento. Ganador de la décima entrega del certamen “Concurso Infantil y Juvenil de Cuento” organizado por el IEDF. Miembro del taller “poesía en la cornisa” organizado por Proyecto Literal e impartido por Manuel de J. Jiménez.