Por Gibran Castillo
El poemario todo se conmocionó
cuando, con tu caligrafía
(semejante a otras caligrafías,
con las que adolescentes
llenaron libretas escolares,
—blancas, a cuadro o doble raya—
agendas— en donde se inventarió
haces de luz diurna–, y un diario
personal— paisaje interior, pólipo
subterráneo, eco enterrado—
te apropiaste del epígrafe
-los versos que escribió Ernesto
Cardenal, sin que él
(posiblemente) hubiera
pensado siquiera
que una muchacha,
les otorgaría
a aquellos seis versos,
otro ritmo y otro latido.
(¿Acaso no recuerdas a Dios
y su hermoso material de vida
-el barro, la luz, y el resto?)
Suelo abrir el libro,
sólo para retornar
a la lectura del epígrafe/
sólo para admirar,
de nueva cuenta,
la marca que trazaste
con el solar lápiz,
la marca
con la que te apropiaste
de aquellos seis versos.
“Y la belleza pasó rápida…”
Y habrá un día
que será
el comienzo del ciclo de los desastres
—los cuales se ocultarán en los libreros,
en la estantería—: no habrá remedio
alguno.
Yo seré invisible, ciego:
olvidaré mi vida anterior,
a la luz y a sus juegos…
Los hongos, como una de esas bíblicas
plagas, llegarán, sin aviso,
al departamento; ellos, los enemigos
invisibles, se conformarán
con habitar la brisa, los muebles,
las sombras, los lomos, las láminas
a color, ( y el calor de las bestias) ;
insaciables criaturas, los hongos,
insaciables, serpentearán, sin rumbo
fijo, dentro de la página, para saciar
su hambre: comensales poco selectivos,
devorarán, sin dudarlo por un instante,
rima y métrica.
Del poemario quedará poco:
Algunas vocales, algunas
consonantes, la luz perenne,
y tu nombre, simple, caducifolio.
Gibran Castillo Ordoñez (Ciudad de México, 1996). Estudiante de la licenciatura en Historia. Ha colaborado en la revista Vivir en Tlatelolco, así como en el Boletín de la ENAH y en las revistas electrónicas MIST y L’arc du temps.
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